En un mundo donde parecía que todo estaba perdido, siempre surgía algo que volvía a encender la llama de la esperanza. A lo largo de unos dos mil años, la humanidad había tropezado una y otra vez, pero siempre anhelaba un cambio. Sabían que la solución estaba en su conciencia, en superar la indiferencia y en reconocer que no había una única verdad.
Había quienes pensaban de manera diferente, quienes veían el mundo desde otra perspectiva. No estaban ni más allá ni más acá, eran como todos los demás, y lo único que faltaba era unirse.
En los campos, cientos de miles de personas se habían convertido en víctimas invisibles. El desempleo, los monocultivos, las fumigaciones y la devastación ecológica impulsada por un capitalismo voraz los habían obligado a abandonar sus tierras y culturas regionales. Eran víctimas del consumismo, de las grandes corporaciones y de los cultivos destinados a llenar los tanques de automóviles en lugar de alimentar a los hambrientos.
La sociedad se estaba acostumbrando a la muerte, a la protesta, al asalto y al placer de aquellos que no respetaban la vida. Las marchas silenciosas y los pedidos de justicia se habían vuelto parte de la rutina, un calvario que parecía no tener fin.
El mercado regulaba todo, pero este mercado estaba controlado por las grandes corporaciones, y todos eran víctimas de su poder. Se dieron cuenta de que todos eran necesarios para todos, que la existencia del otro era vital para un futuro mejor.
Las hermanas y hermanos latinoamericanos comprendieron que debían unirse para generar alternativas de cambio y mantener la esperanza de un nuevo comienzo. La primera medida era detener la catástrofe ecológica que causaba miles de muertes y desplazamientos debido a inundaciones, sequías, terremotos y más. Las deforestaciones, los monocultivos, la contaminación de los ríos y la minería estaban devastando la tierra.
Entendieron que las grandes corporaciones no resolverían el hambre de los pueblos; no era su objetivo. Necesitaban a los pueblos empobrecidos para su beneficio, y estaban dispuestas a explotarlos al máximo.
La solución estaba en volver a los mercados locales, a la producción comunitaria, a repoblar el campo y redistribuir la población. Debían cultivar variedades adecuadas a cada suelo y evitar las cadenas de enfriamiento que consumían energía y beneficiaban a los monopolios.
El futuro estaba en sus manos, y debían tomarlo con valentía. Negarse a hacerlo era negar su propia existencia y la oportunidad de un mundo más saludable, justo y sostenible para sus hijos.
Debían crecer a partir de las diferencias y avanzar desde las coincidencias, con la convicción de que todos eran necesarios para todos. Así, juntos, podían construir un mundo mejor.
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